A Roma con amor, de Woody Allen

Cuatro historias independientes con un solo nexo en común: Roma. La ciudad eterna es la protagonista principal de la última película de Woody Allen, A Roma con amor. La belleza de la capital italiana queda perfectamente retratada en esta película como si fuera una postal publicitaria, como ya ha hecho anteriormente con Londres, Barcelona y París. Las cuatro historias no llegan a cruzarse en ningún momento de la película, como se podría esperar en un principio, lo cual dota al film de un cierto desorden que liga a la perfección con la caótica ciudad de Roma.

La película arranca con la conocidísima canción Nel blu dipinto di blu (Volare). Un guardia de tráfico nos da la bienvenida a la ciudad precisamente en medio del caos (fuera de cámara se produce un accidente al que ni siquiera presta atención), tras ello se inicia el relato de las cuatro historias. En la primera, un matrimonio americano (Woody Allen y Judy Davis) viaja a Roma para conocer a sus futuros yerno y consuegros. En la segunda, un ciudadano de a pie con una vida absolutamente normal y aburrida (Roberto Benigni) se hace famoso sin motivo de la noche a la mañana. En la tercera, un arquitecto de California (Alec Baldwin) que está de visita en Roma conoce a un estudiante de arquitectura (Jesse Eisenberg) que vive donde él solía hacerlo hace tiempo. En la cuarta, una pareja de recién casados (Alessandro Tiberi y Alessandra Mastronardi) viven por separado encuentros románticos en la capital italiana, donde iban a conocer a la conservadora familia del chico.

Hay un cierto desequilibrio en la obra, en la que unos personajes son mejor tratados que otros y unas historias están más mimadas que otras. El mejor personaje sin duda es el que interpreta Woody Allen: las mejores situaciones vienen por su lado. Su personaje es un director de ópera retirado que se empeña a llevar a los escenarios a su consuegro (el tenor Fabio Armiliato), quién sólo canta bien en la ducha. Del resto casi se podría decir que sólo acompaña.

En la película se mezcla de una forma interesante el costumbrismo de las escenas con el surrealismo propio de Woody Allen dando como resultado un conjunto hilarante. Las situaciones sin sentido se suceden unas a otras: el director de ópera hace subir al escenario al cantante dentro de un plato de ducha donde actúa rodeado de otros cantantes y bailarines mientras se ducha, la prostituta (Penélope Cruz) que se hace pasar por la mujer del recién casado delante de su conservadora familia, el ciudadano que huye de los periodistas que quieren saber hasta el detalle más insignificante de su vida, el veterano arquitecto parece en ocasiones un fantasma que aparece y desaparece de la escena y habla sin que ciertos personajes lo escuchen, etc. El problema algunas veces es que estas gracias se alargan hasta perder la gracia por su repetición. No obstante la película resulta divertida o, por lo menos, simpática en su conjunto y tiene el suficiente ingenio para sacarle al espectador una gran sonrisa.

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